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El último paseo

from Carabanchel by Raúl Querido

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lyrics

El área más poblada de Madrid es Carabanchel.

260.196 personas viven, censadas en este distrito, al sur de la ciudad. Más habitantes que en capitales como A Coruña o Granada. Sus límites los marcan vías rápidas, entre Leganés y Arganzuela. Hay autopistas, está el río y también una gran avenida improbablemente transitada alguna vez por algún turista: la Vía Carpetana.

Hasta la unificación y expansión franquista del gran Madrid, Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo eran dos municipios aparte, anexionados en 1948 y que, en 1971, alumbrarían y “dejarían marchar” otros dos distritos más, Usera y Latina.

Carabanchel es lo que se ha venido llamando “un barrio obrero”. Comillas, Opañel, San Isidro, Vista Alegre, Puerta Bonita, Buenavista y Abrantes, suenan a lo que son: una mayoría de viviendas modestas, en bloques de pisos levantados sobre un plano casi nunca ortogonal. Y una casi totalidad de familias e individuos, obligados a trabajar toda su vida. Normalmente, en las elecciones, en el distrito, ganaban o al menos resistían los partidos de izquierda.

Recuerdo la primera vez que crucé, consciente y con memoria, de Arganzuela a Carabanchel. Recuerdo –aunque quizá mezclando varias primeras veces– algunos de los hitos que me parecieron fascinantes entonces, cuando ese barrio, a un puente de distancia del mío, pero de hecho separado por el Manzanares y la M30, me parecía lejanísimo. Las casas, todas con sus balcones cerrados para evitar el ruido, que daban a la autopista. El tono de las fachadas, pintadas muchas de ellas de amarillos pálidos terrosos y con ladrillo a la vista. Los edificios industriales, que también perduraban cerca de Acacias, junto a la vía, pero que al otro lado eran más numerosos y algunos mantenían la actividad. Y todo, teñido o visto a través del humo de los coches.

Recuerdo los cines. Todos, los recuerdo de sesión continua. Entonces había varios. Mi favorito, casi en la glorieta de entrada al barrio, era el Cinema España. En la misma calle, General Ricardos, llegó a haber al menos dos más, el Cine Salaberry y el Cinestudio Los Ángeles. Este último es ahora una congregación cristiana evangélica; el Salaberry fue un bingo y ahora es un Mercadona.

Recuerdo la tienda Colors, a la que nunca entré, pero que volví a ver recurrentemente a lo largo de los años y que aún seguía abierta cuando me vine a vivir al barrio, hace algo más de década. Con su letrero característico, un arcoíris de letras mayúsculas y con escaparates que enseñaban ropa que en su día fue moderna y que, con el paso de los años y el cambio de las costumbres, dejó de serlo. La ropa “de tendencia”, que se luce en Carabanchel hoy, se compra en las mismas tiendas del centro que atraen a turistas y a gente de otros barrios y pueblos. O se encuentra en alguno de los centros comerciales que quedan más a mano. Aunque aún siguió abierta varios años más, Colors cerró definitivamente y ahora es una clínica dental que parece franquiciada.

Recuerdo Viva el Músculo, uno de los primeros puntos de venta de material y alimentos para fisicoculturismo. Con el mismo logo desde 1980: la parte superior del torso de un gran campeón de body building, marcando bíceps y silueteado en negro, sobre fondo verde que, si en los 80 era llamativamente moderno, en el siglo XXI había recobrado el carisma de lo “retro”. Viva el Músculo ha cerrado en 2020.

Antes de venir a vivir a Carabanchel, un par de años antes de instalarnos, pasamos Amparo y yo por el barrio, a visitar un piso. Fue a pocas manzanas de distancia, casi en el mismo lugar en el que, después de la separación y de otros diversos encuentros y accidentes, de varios milagros menores y de algunas inmensas despedidas, sigo hoy. Aquí. Pensamos entonces, y creo que dijimos, que no nos vendríamos a vivir a esta zona. No sé qué fue lo que nos espantó entonces, pero estábamos más que equivocados.

Diez años después, nada es exactamente lo mismo, salvo el cielo sobre Carabanchel: ese sí, es el mismo fondo para distinto escenario. Desde mi casa se sigue viendo casi medio Madrid, con sus amaneceres y atardeceres. Y bajando a la calle, alrededor de mi edificio, ha seguido y sigue ocurriendo lo mundano y también, puede que algo camuflado, lo extraordinario.

¿Cómo oponer resistencia a la inercia de la ciudad contra el cuerpo? La pelea por arrancarse uno de la pereza, sin salir del barrio, la fueron ganando –casi siempre– mis perros: la obligación de salir de paseo y la ilusión que siempre les hacía, además de que, en el sur, tenemos pocos lujos, pero también tenemos muchos parques cerca. Las aceras las limpian con menos frecuencia y la calzada está peor asfaltada, pero a un paseo de mi casa está no sólo el río, a veces saturado de domingueros, patinadores y ciclistas, sino también enormes zonas verdes como el parque de San Isidro, que se destaca entre cementerios (e incluye un tanatorio). A continuación –y ya saliendo del distrito– están la Cuña Verde y Caramuel.

Junto a Plaza Elíptica está mi favorito, el de La Emperatriz. Si se cruza Usera está el Lineal –al paso del Manzanares por San Fermín- y si se profundiza en ese barrio, hacia Orcasitas está Pradolongo. Y, viajando hacia lo alto de Carabanchel, se suceden parques como la Finca de Vistalegre, el de los Ingenieros, el de la Volatería, el de Pan Bendito, el de Eugenia de Montijo o el de Las Cruces, aunque los estoy nombrando desordenados.

Otra de las tentativas para ser más fuerte y tener mejor ánimo y aspecto, fue la de de retomar el gimnasio –también con varios a un pequeño paseo de distancia–, correr por la calle también, intentar la natación y perseverar con las pesas. Nunca ha sido un proyecto tan exitoso como yo hubiera querido, pero en un par de periodos fue casi brillante, casi obsesivo. En todo caso, me llevó por fin a Viva el Músculo.

En casi diez años de visitas esporádicas he salido de la tienda con lotes casi nunca cuantiosos, pero que incluyeron varias bolsas y envases de proteína en polvo; algún suplemento, indicado para potenciar la quema de calorías o el rendimiento muscular; unos guantes, parecidos a unos mitones, que facilitan el agarre de las pesas y a las barras, sin que las manos se llenen de callos y mataduras; también un vaso mezclador, con el logo de Viva el Músculo y que, pienso, está destinado a ser un objeto de culto en el futuro. Y el carnet de cliente, que permite ir sumando el importe de las compras y obtener un descuento proporcional en el futuro.

Una vez el dependiente, del que nunca he llegado a saber el nombre, me dejó pasar con los perros. Otra vez se excuso, y dijo que “el jefe” no lo autorizaba. El dependiente era una persona que se expresaba correctamente, sin brillantez, poniendo mucha atención en el otro al conversar. Hablaba exageradamente alto, como si su audición no fuera muy buena; y con énfasis, lo que transmitía la sensación de que le importaba hacerse entender y dejar cada cosa clara.

La vez que me permitió pasar a la tienda con los perros, hablamos de lo mucho que se les quiere. Dinah, mi perrita mayor, ya estaba ostensiblemente enferma por aquel entonces, así que el dependiente, un hombre de mediana edad pero probablemente más cerca de los 60 que de los 40, refirió a como la muerte de su perro la había sentido más que la de su padre. Este tipo de comentarios a veces sobran o molestan, pero de él llegó con un tono confesional, honesto, sin egocentrismo ni malicia, claro. No era un lugar común: era su vida. Y era imposible recibirlo sino como la mejor muestra posible de identidad y empatía conmigo.

Poco antes de que empezara el invierno pasado, Dinah murió. Fue una pérdida que lo cambió –que lo ha cambiado– todo, especialmente la medida del barrio y de mi espacio, y la importancia y el orden de los recuerdos compartidos y acumulados aquí. Y el ánimo, que también es un filtro de color, vivo o ahumado, y que se le aplica sin querer, a todo.

Supongo que extrañamente –aunque yo siento que ha sido con una gran naturalidad– aquella conversación con el dependiente de Viva el Músculo, fue algo que empecé a recordar, de manera recurrente. No es que fuese reveladora en sí, pero debió de señalarse como un inesperado memento mori, aparejado y casi cosido a mí, pegado a una esquina bien visible, cerca de casa y que ha seguido apareciendo en mis desplazamientos por el barrio; bajando a coger el metro, a comprar fruta o, simplemente, cuando salía a pasear.

Hace menos tiempo, vi por última vez al dependiente. La tienda había cerrado con la pandemia. Había pasado el confinamiento duro, las fases de alivio y nos íbamos aproximando a la llamada “nueva normalidad”.

Yo no me había dado cuenta hasta entonces, pero la tienda la habían vaciado. No era difícil de entender lo que pasaba: Viva el Músculo, fundada en 1980, con tres décadas de funcionamiento ininterrumpido, ya no volvería a abrir en Carabanchel Bajo. Otra de tantas cosas que se ha terminado de llevar por delante este año que está siendo como una alucinación.

No me importó mucho saber que me quedaría sin poder comprar Glutamina o Aminoácidos Ramificados con mi carnet de socio, y hacer valer el descuento acumulado. Me importó, pero acepté, saber que me quedaría sin saber el nombre del dependiente que no había llorado con la muerte de su padre, pero sí con la de el perro que, aún enfermo, se desvivió hasta su último día –según me había explicado– en ir a buscarle a la puerta, cuando llegó a casa.

Al final, todas las personas necesitamos algo de amor, incondicional, algún punto de referencia, algún lugar y algún hito que, si acaso desaparece del mapa, nos convirtamos nosotros en quienes lo preserven. Seguir viviendo, estando, siendo memoria viva.

La última vez que vi Viva el Músculo siendo Viva el Músculo, y a su dependiente siendo mi vecino, fue el día del último paseo, antes del final del confinamiento.

“Y de repente de me despierto
de un largo sueño.
Y siento que estoy lejos
muy lejos.

Pero cuando vuelvo en mí
Veo que sigo aquí”

Si esperas lo suficiente, si eres de los que sobrevive, cada barrio se transforma –y cada casa, y cada cosa–; el barrio en una ciudad fantasma, y cada casa en un cementerio.

En las primeras semanas del confinamiento, un coche negro, largo, se paró medio subido en la acera un día. No conozco a todos los vecinos de mi calle, como para saber a cuáles estamos echando de menos ahora, y ya siempre en cada momento. Eso fue entonces. ¿Y ahora…?

Ahora voy a enterrarme, pero no voy a enterrarme. Voy a despedirme, pero no voy a despedirme. Voy a hacerlo todo, todo en mis propios términos. Mirando al cielo, y al suelo, y al paisaje –que siempre pasa– y algunas fotos, y me voy con ese libro –el que se empeñan en que sea para una isla desierta– y con mi película, la de tantas veces y tanto consuelo.

Y vuelvo, y me quiebro, y resisto, y no quiero hablar con nadie y, en esta esquina, me recupero y sigo.
Los mapas de la memoria dolorosa pasan por aquel portal, pasan por esta acera –que evito siempre que me sea posible–; evito el callejón, siempre o casi siempre. Y no es por el miedo a lo que me pueda encontrar. Es por la pena por lo que, seguro, ya no encontraré.

Es que esta zona es todo lo contrario a una ciudad gótica. Por eso el drama sí conmueve. Grises sobrecogedores y la tragedia discreta, que queda al alcance de todos. Aquí nunca se corona héroe a quien sí consigue salir de ella. Pero se le tiene por amigo y, aunque no salga, se le quiere.

Ahora fue entonces… en el último paseo, en el último antes de que se acabase el confinamiento.

“Y de repente de me despierto
de un largo sueño.
Y siento que estoy lejos
muy lejos.

Pero cuando vuelvo en mí
Veo que sigo aquí”

La sensación de estar lejísimos, aquí mismo.

Y vuelvo…

40 años: la juventud no dura tanto como se pretende ahora. Luego hay casos, claro.

Han cerrado y desaparecido cines de sesión continua y salones de bodas, bautizos y comuniones; bingos y bingos automatizados; perfumerías de a granel donde también venden remedio rescate; de pronto incluso los bancos empezaron a cerrar sucursales...

“Y de repente de me despierto…”

Y me entierro. Me entero. Este barrio está lleno. De parques. De recuerdos. De cementerios.

“Pero cuando vuelvo en mí…”

Veo una ciudad inmensa, reducida a lo que yo quiero. Reducida a la escala en que no aplasta, ya ni oprime. Pero se clava.

“Y de repente de me despierto…”

La escala de una ciudad reducida a las coordenadas y la cuenta en metros de este último paseo.

“Pero cuando vuelvo en mí…”

A veces permaneces, cuidando a quien no está, descuidando a quien se queda.

La sensación es la de estar lejísimos, aquí mismo.

No morirse de golpe es también una forma de vida. Morderse o dejar que te muerdan, para despertar.
Y sé que me muero, pero me muero en mis propios términos, en mi banco, en mi parque, sin salir del barrio, sin haber perdido la memoria, sin volver a hacer una canción alegre...

Y no me muero: resurjo. Y resurjo en mis propios términos, de acuerdo con las normas, aparentemente; con el pelo más largo y más despeinado, más gordo, con las ojeras relucientes de tanto dormir; nunca en mi vida he estado más guapo, me parezco a mi; me parezco a mi barrio, una ciudad inmensa...

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from Carabanchel, released November 25, 2022

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